lunes, 22 de agosto de 2011

A mis pies...

Hace frío, pero la vista es hermosa, casi hipnótica.
Las luces, el movimiento de los coches, el parpadeo de una ciudad a punto de dormirse, la gente que vuelve a sus casas de madrugada, la sombra proyectada en el cristal de dos amantes abrazándose en el edificio de enfrente, el olor del restaurante chino de dos calles más abajo.
Y, contemplándolo desde la azotea, Manuel.
Tiene todo ese mundo luminoso a sus pies, pero no lo admira.
Sus ojos están annegados en lágrimas. Dolorosas, opacas, traidoras. Lágrimas que parecen efímeras pero no terminan de acabarse.
En su mano, un teléfono móvil. En la pantalla aún iluminada se puede leer un mensaje: Hemos terminado.
Dos palabras que han resultado ser el arma más mortal que Manuel ha conocido. Esas dos palabras, aparentemente inocentes si te las encuentras solas o encerradas en las paredes de un diccionario, han hecho pedazos su corazón.
Y ahora, con los pies en el borde de la azotea, las lágrimas van dejando de brotar de sus ojos. Y es entonces cuando se percata de la belleza de lo que él, espectador privilegiado, tiene debajo.
Es el rey del mundo. Tiene el mundo entero a sus pies. Su reino es bello, aunque esa belleza tardará poco en irse apagando. Se da cuenta de ello y entonces decide hacerlo.
Coge carrerilla y decide lanzarse a abrazar la belleza del mundo a sus pies.
En la azotea, testigo mudo de ello, el teléfono móvil. En su pantalla se puede leer: Mensaje enviado.
Las últimas palabras que escribió Manuel al receptor del mensaje : Adiós, amor.

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