viernes, 27 de septiembre de 2013

Dejad que llueva...

Es casi ridículo lo placentero que puede ser caminar bajo la lluvia.
El pelo suelto, sin paraguas, sin impermeable. Sólo tú, bajo la insistente caída del agua.
Las gotas caen violentas, imparables, acariciando tu piel, besando tus labios, fundiéndose con tu pelo, prendiéndose en tu ropa. Martillean tu cara suavemente, rozando delicadas tus párpados cansados, tus pestañas con rímel, tus mejillas enrojecidas. Desearías poder quitarte el abrigo y que la lluvia se perdiese por el resto de tu piel, que te envolviese con sus frías caricias. Pero si los transeúntes ya te miran mal por ir sin paraguas, imagínate ya sin ropa y descalza.
Es de noche ya, aunque casi es imperceptible. El cielo gris cubierto de nubes plomizas es iluminado por las farolas de la ciudad, dando un aspecto al cielo de eterno atardecer. La gente se refugia en los soportales o bajo sus paraguas, pero a ti te da igual. ''Sólo es agua'', piensas. ''El agua no hace daño a nadie''.

Y sigues caminando, con las nubes por paraguas. Las gotas cambian de intensidad de vez en cuando. Algunas se clavan en tu piel como alfileres, para poder eliminar todos los restos de tristeza y hiel que puedan empapar tu alma. Otras, suaves como un suspiro, acarician lentamente tu cara, recorriendo con un dedo frío tus mejillas y tu cuello.

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