Es casi ridículo lo placentero que
puede ser caminar bajo la lluvia.
El pelo suelto, sin paraguas, sin
impermeable. Sólo tú, bajo la insistente caída del agua.
Las gotas caen violentas, imparables,
acariciando tu piel, besando tus labios, fundiéndose con tu pelo,
prendiéndose en tu ropa. Martillean tu cara suavemente, rozando
delicadas tus párpados cansados, tus pestañas con rímel, tus
mejillas enrojecidas. Desearías poder quitarte el abrigo y que la
lluvia se perdiese por el resto de tu piel, que te envolviese con sus
frías caricias. Pero si los transeúntes ya te miran mal por ir sin
paraguas, imagínate ya sin ropa y descalza.
Es de noche ya, aunque casi es
imperceptible. El cielo gris cubierto de nubes plomizas es iluminado
por las farolas de la ciudad, dando un aspecto al cielo de eterno
atardecer. La gente se refugia en los soportales o bajo sus paraguas,
pero a ti te da igual. ''Sólo es agua'', piensas. ''El agua no hace
daño a nadie''.
Y sigues caminando, con las nubes por
paraguas. Las gotas cambian de intensidad de vez en cuando. Algunas
se clavan en tu piel como alfileres, para poder eliminar todos los
restos de tristeza y hiel que puedan empapar tu alma. Otras, suaves
como un suspiro, acarician lentamente tu cara, recorriendo con un
dedo frío tus mejillas y tu cuello.